Meditaciones
de un grupo de jóvenes libaneses bajo la dirección de Su Beatitud Eminentísima
el Señor Cardenal Béchara Boutros Raï.
INTRODUCCIÓN: «Se
le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: "Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?"» (Mc 10,17).
Jesús
respondió a esta pregunta, que arde en lo más íntimo de nuestro ser,
recorriendo la vía de la cruz.
Te
contemplamos, Señor, en este camino que tú has emprendido antes que nadie y al
final del cual «pusiste tu cruz como un puente hacia la muerte, de modo que los
hombres puedan pasar del país de la muerte al de la Vida» (San Efrén el Sirio,
Homilía).
La
llamada a seguirte se dirige a todos, en particular a los jóvenes y a cuantos
sufren por las divisiones, las guerras o la injusticia y luchan por ser, en
medio de sus hermanos, signos de esperanza y artífices de paz.
Nos
ponemos por tanto ante ti con amor, te presentamos nuestros sufrimientos,
dirigimos nuestra mirada y nuestro corazón a tu santa Cruz y, apoyándonos en tu
promesa, te rogamos: «Bendito sea nuestro Redentor, que nos ha dado la vida con
su muerte. Oh Redentor, realiza en nosotros el misterio de tu redención, por tu
pasión, muerte y resurrección» (Liturgia maronita).
PRIMERA
ESTACIÓN: Jesús es condenado a muerte.
Lectura
del Evangelio según san Marcos 15,12-13.15: Pilato tomó de nuevo la palabra y
les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» Ellos gritaron
de nuevo: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a
Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Ante
Pilato, que ostenta el poder, Jesús debía de haber obtenido justicia. Pilato
tenía en efecto el poder de reconocer la inocencia de Jesús y de liberarlo.
Pero el gobernador romano prefiere servir la lógica de sus intereses
personales, y se somete a las presiones políticas y sociales. Condenó a un
inocente para agradar a la gente, sin secundar la verdad. Entregó a Jesús al
suplicio de la cruz, aun sabiendo que era inocente... antes de lavarse las
manos.
En
nuestro mundo contemporáneo, muchos son los «Pilato» que tienen en las manos
los resortes del poder y los usan al servicio de los más fuertes. Son muchos
los que, débiles y viles ante estas corrientes de poder, ponen su autoridad al
servicio de la injusticia y pisotean la dignidad del hombre y su derecho a la
vida.
Señor
Jesús, no permitas que seamos contados entre los injustos. No permitas que los
fuertes se complazcan en el mal, en la injusticia y en el despotismo. No
permitas que la injusticia lleve a los inocentes a la desesperación y a la
muerte. Confírmales en la esperanza e ilumina la conciencia de aquellos que
tienen autoridad en este mundo, de modo que gobiernen con justicia. Amén.
SEGUNDA
ESTACIÓN: Jesús con la cruz a cuestas.
Lectura
del Evangelio según San Marcos 15,20. Terminada la burla, le quitaron la
púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo.
Jesucristo
se encuentra ante unos soldados que creen tener todo el poder sobre él, mientras
que él es aquel por medio del cual «se hizo todo, y sin él no se hizo nada de
cuanto se ha hecho» (Jn 1,3).
En
todas las épocas, el hombre ha creído poder sustituir a Dios y determinar por
sí mismo el bien y el mal (cf. Gn 3,5), sin hacer referencia a su Creador y
Salvador. Se ha creído omnipotente, capaz de excluir a Dios de su propia vida y
de la de sus semejantes, en nombre de la razón, el poder o el dinero.
También
hoy el mundo se somete a realidades que buscan expulsar a Dios de la vida del
mundo, como el laicismo ciego que sofoca los valores de la fe y de la moral en
nombre de una presunta defensa del hombre; o el fundamentalismo violento que
toma como pretexto la defensa de los valores religiosos (cf. Exhort. ap.
Ecclesia in Medio Oriente, 29).
Señor
Jesús, tú que has asumido la humillación y te has identificado con los débiles,
te confiamos a todos los hombres y a todos los pueblos humillados y que sufren,
en especial los del atormentado Oriente. Concédeles que obtengan de ti la
fuerza para poder llevar contigo su cruz de esperanza. Nosotros ponemos en tus
manos todos aquellos que están extraviados, para que, gracias a ti, encuentren
la verdad y el amor. Amén.
TERCERA ESTACIÓN: Jesús cae por primera vez
Lectura
del profeta Isaías 53,5: Pero Él fue traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus
cicatrices nos curaron.
Aquél
que tiene las luminarias del cielo en la palma de su mano divina, y ante el
cual tiemblan las potencias celestes, cae por tierra sin protegerse bajo el
pesado yugo de la cruz.
Aquél
que ha traído la paz al mundo, herido por nuestros pecados, cae bajo el peso de
nuestras culpas.
«Mirad,
oh fieles, nuestro Salvador que avanza por la vía del Calvario. Oprimido por
amargos sufrimientos, las fuerzas le abandonan. Vamos a ver este increíble
evento que sobrepasa nuestra comprensión y es difícil de describir. Temblaron
los fundamentos de la tierra y un miedo terrible se apoderó de los que estaban
allí cuando su Creador y Dios fue aplastado bajo el peso de la cruz y se dejó
conducir a la muerte por amor a toda la humanidad» (Liturgia caldea).
Señor
Jesús, levántanos de nuestras caídas, reconduce nuestro espíritu extraviado a
tu Verdad. No permitas que la razón humana, que tú has creado para ti, se
conforme con las verdades parciales de la ciencia y de la tecnología sin
intentar siquiera plantearse las preguntas fundamentales sobre el sentido y la
existencia (cf. Carta ap. Porta fidei, 12).
Concédenos,
Señor, abrirnos a la acción de tu Santo Espíritu, de modo que nos conduzca a la
plenitud de la verdad. Amén.
CUARTA ESTACIÓN: Jesús encuentra a su Madre.
Lectura
del Evangelio según san Lucas 2,34-35.51b: Simeón los bendijo y dijo a María,
su madre: «Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten;
y será como un signo de contradicción, y a ti misma una espada te traspasará el
alma, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Herido
y sufriendo, llevando la cruz de todos los hombres, Jesús encuentra a su madre
y, en su rostro, a toda la humanidad.
María,
Madre de Dios, ha sido la primera discípula del Maestro. Al acoger la palabra
del ángel, ha encontrado por primera vez al Verbo encarnado y se ha convertido
en templo del Dios vivo. Lo ha encontrado sin comprender cómo el Creador del
cielo y de la tierra ha querido elegir a una joven, una criatura frágil, para
encarnarse en este mundo. Lo ha encontrado en una búsqueda constante de su rostro,
en el silencio del corazón y en la meditación de la Palabra. Creía ser ella
quien lo buscaba, pero, en realidad, era él quien la buscaba a ella. Ahora,
mientras lleva la cruz, la encuentra.
Jesús
sufre al ver a su madre afligida, y María viendo sufrir a su Hijo. Pero de este
común sufrimiento nace la nueva humanidad. «Paz a ti. Te suplicamos, oh Santa
llena de gloria, siempre Virgen, Madre de Dios, Madre de Cristo. Eleva nuestra
oración a la presencia de tu amado Hijo para que perdone nuestros pecados» (Theotokion
del Orologion copto, Al-Aghbia 37).
Señor
Jesús, también nosotros sentimos en nuestras familias los sufrimientos que los
padres causan a sus hijos y éstos a sus padres. Señor, haz que en estos tiempos
difíciles nuestras familias sean lugar de tu presencia, de modo que nuestros
sufrimientos se transformen en alegría. Sé tú la fuerza de nuestras familias y
haz que sean oasis de amor, paz y serenidad, a imagen de la Sagrada Familia de
Nazaret. Amén.
QUINTA
ESTACIÓN: El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz.
Lectura
del Evangelio según San Lucas 23, 26: Mientras lo conducían, echaron mano de un
cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que
la llevase detrás de Jesús.
El
encuentro de Jesús con Simón de Cirene es un encuentro silencioso, una lección
de vida: Dios no quiere el sufrimiento y no acepta el mal. Lo mismo vale para
el ser humano. Pero el sufrimiento, acogido con fe, se trasforma en camino de
salvación. Entonces lo aceptamos como Jesús, y ayudamos a llevarlo como Simón
de Cirene.
Señor
Jesús, tú has hecho que el hombre tomara parte en llevar tu cruz. Nos has
invitado a compartir tu sufrimiento. Simón de Cirene es uno de nosotros, y nos
enseña a aceptar la cruz que encontramos en el camino de la vida.
Señor,
siguiendo tu ejemplo, también nosotros llevamos hoy la cruz del sufrimiento y
de la enfermedad, pero la aceptamos porque tú estás con nosotros. Ésta nos
puede encadenar a una silla, pero no impedirnos soñar; puede apagar la mirada,
pero no herir la conciencia; puede dejar sordos los oídos, pero no impedirnos
escuchar; atar la lengua, pero no apagar la sed de verdad. Puede adormecer el
alma, pero no robar la libertad.
Señor,
queremos ser tus discípulos para llevar tu cruz todos los días; la llevaremos
con alegría y con esperanza para que tú la lleves con nosotros, porque tú has
alcanzado para nosotros el triunfo sobre la muerte.
Te
damos gracias, Señor, por cada persona enferma y que sufre, que sabe ser
testigo de tu amor, y por cada «Simón de Cirene» que pones en nuestro camino.
Amén.
SEXTA
ESTACIÓN: La Verónica enjuga el rostro de Jesús.
Lectura
del libro de los Salmos 27,8-9: Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu
rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu
siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi
salvación.
La
Verónica te ha buscado en medio de la gente. Te ha buscado, y al final te ha
encontrado. Mientras tu dolor llegaba al extremo, ha querido aliviarlo
enjugándote el rostro con un paño. Un pequeño gesto, que expresaba todo su amor
por ti y toda su fe en ti, y que ha quedado impreso en la memoria de nuestra
tradición cristiana.
Señor
Jesús, buscamos tu rostro. La Verónica nos recuerda que tú estás presente en
cada persona que sufre y que se dirige al Gólgota. Señor, haz que te
encontremos en los pobres, en tus hermanos pequeños, para enjugar las lágrimas
de los que lloran, hacernos cargo de los que sufren y sostener a los débiles.
Señor,
tú nos enseñas que una persona herida y olvidada no pierde ni su valor ni su
dignidad, y que permanece como signo de tu presencia oculta en el mundo.
Ayúdanos a lavar de su rostro las marcas de la pobreza y la injusticia, de modo
que tu imagen se revele y resplandezca en ella.
Oremos
por todos los que buscan tu rostro y lo encuentran en quienes no tienen hogar,
en los pobres, en los niños expuestos a la violencia y a la explotación. Amén.
SÉPTIMA
ESTACIÓN: Jesús cae por segunda vez.
Lectura
del libro de los Salmos 22, 8.12: Al verme se burlan de mí, hacen visajes,
menean la cabeza. Pero tú, Señor, no te quedes lejos, que el peligro está cerca
y nadie me socorre.
Jesús
está solo bajo el peso interior y exterior de la cruz. En la caída es cuando el
peso del mal se hace demasiado grande, y parece que no hay límite para la
injusticia y la violencia.
Pero
él se levanta de nuevo apoyándose en la confianza que tiene en su Padre. Frente
a los hombres que lo han abandonado a su suerte, la fuerza del Espíritu lo
levanta; lo une completamente a la voluntad del Padre, la del amor que todo lo
puede.
Señor
Jesús, en tu segunda caída reconocemos tantas situaciones nuestras que parecen
no tener salida. Entre ellas, las causadas por los prejuicios y el odio, que
endurece nuestro corazón y lleva a conflictos religiosos.
Ilumina
nuestras conciencias para que reconozcamos que, a pesar de «las divergencias
humanas y religiosas», «un destello de verdad ilumina a todos los hombres»,
llamados a caminar juntos - respetando la libertad religiosa - hacia la verdad
que sólo está en Dios. Así, las distintas religiones podrán «unir sus esfuerzos
para servir al bien común y contribuir al desarrollo de cada persona y a la
construcción de la sociedad» (Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 27-28).
Ven,
Espíritu Santo, a consolar y fortalecer a los cristianos, en particular a los
de Oriente Medio, de modo que unidos a Cristo sean testigos de su amor
universal en una tierra lacerada por la injusticia y los conflictos. Amén.
OCTAVA
ESTACIÓN: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén que lloran por él.
Lectura
del Evangelio según San Lucas 23, 27-28: Lo seguía un gran gentío del pueblo, y
de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se
volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad
por vosotras y por vuestros hijos».
En
el camino hacia el Calvario, el Señor encuentra a las mujeres de Jerusalén.
Ellas lloran por el sufrimiento del Señor como si se tratase de un sufrimiento
sin esperanza. Sólo ven en el madero de la cruz un signo de maldición (cf. Dt
21,23), mientras que el Señor lo ha querido como medio de Redención y de
Salvación.
En
la Pasión y Crucifixión, Jesús da su vida en rescate por muchos. Así dio alivio
a los oprimidos bajo el yugo y consuelo a los afligidos. Enjugó las lágrimas de
las mujeres de Jerusalén y abrió sus ojos a la verdad pascual.
Nuestro
mundo está lleno de madres afligidas, de mujeres heridas en su dignidad,
violentadas por las discriminaciones, la injusticia y el sufrimiento (cf.
Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 60). Oh Cristo sufriente, sé su paz y el
bálsamo de sus heridas.
Señor
Jesús, con tu encarnación en María «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42), has
elevado la dignidad de toda mujer. Con la Encarnación has unificado el género
humano (cf. Ga 3,26-28).
Señor,
que el deseo de nuestro corazón sea el de encontrarnos contigo. Que nuestro
camino lleno de sufrimiento sea siempre un itinerario de esperanza, contigo y
hacia ti, que eres el refugio de nuestra vida y nuestra Salvación. Amén.
NOVENA
ESTACIÓN: Jesús cae por tercera vez bajo el peso de la cruz.
Lectura
del la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios 5, 14-15: Nos
apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos
murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para
sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.
Por
tercera vez, Jesús cae bajo la cruz cargado con nuestros pecados, y por tercera
vez intenta alzarse con todas las fuerzas que le quedan, para proseguir el
camino hacia el Gólgota, evitando dejarse aplastar y sucumbir a la tentación.
Desde
su encarnación, Jesús lleva la cruz del sufrimiento humano y del pecado. Ha
asumido la naturaleza humana de forma plena y para siempre, mostrando a los
hombres que la victoria es posible y que el camino de la filiación divina está
abierto.
Señor
Jesús, la Iglesia, nacida de tu costado abierto, está oprimida bajo la cruz de
las divisiones que alejan a los cristianos unos de otros y de la unidad que tú
quisiste para ellos; se han desviado de tu deseo de «que todos sean uno» (Jn
17,21), como tú y el Padre. Esta cruz grava con todo su peso sobre sus vidas y
su testimonio común. Frente a las divisiones a las que nos enfrentamos,
concédenos, Señor, la sabiduría y la humildad, para levantarnos y avanzar por el
camino de la unidad, en la verdad y el amor, sin sucumbir a la tentación de
recurrir sólo a los criterios que nacen de intereses personales o sectarios
(cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 11).
Concédenos
renunciar a la mentalidad de división «para no hacer ineficaz la cruz de
Cristo» (1Co 1,17b). Amén.
DÉCIMA
ESTACIÓN: Jesús es despojado de sus vestiduras.
Lectura
del libro de los Salmos 22, 19: Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica.
En
la plenitud de los tiempos, Señor Jesús, has revestido nuestra humanidad; tú,
de quien se dice: «La orla de su manto llenaba el templo» (Is 6,1); ahora,
caminas entre nosotros, y los que tocan la orla de tus vestidos quedan curados.
Pero has sido despojado también de este vestido, Señor. Te hemos robado el manto,
y tú nos has dado también la túnica (cf. Mt 5,40). Has permitido que el velo de
tu carne se rasgase para que fuésemos admitidos de nuevo a la presencia del
Padre (cf. Hb 10,19-20).
Creíamos
poder realizarnos nosotros mismos, independientemente de ti (cf. Gn 3,4-7). Nos
hemos encontrado desnudos, pero tu amor infinito nos ha revestido de la
dignidad de hijos e hijas de Dios y de tu gracia santificante.
Concede,
Señor, a los hijos de las Iglesias orientales - despojados por diversas
dificultades, a veces incluso por la persecución, y debilitados por la
emigración - el valor de permanecer en sus países para anunciar la Buena
Noticia.
Oh
Jesús, Hijo del hombre, que te has despojado para revelarnos la nueva criatura
resucitada de entre los muertos, arranca en nosotros el velo que nos separa de
Dios, y entreteje en nosotros tu presencia divina.
Concédenos
vencer el miedo frente a los sucesos de la vida que nos despojan y nos dejan
desnudos, y revestirnos del hombre nuevo de nuestro bautismo, para anunciar la
Buena Noticia, proclamando que eres el único Dios verdadero, que guía la
historia. Amén.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN: Jesús es clavado en la cruz.
Lectura
del Evangelio según San Juan 19, 16a.19: Entonces se lo entregó para que lo
crucificaran. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él
estaba escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos».
He
aquí el Mesías esperado, colgado en el madero de la cruz entre dos malhechores.
Las manos que han bendecido a la humanidad están traspasadas. Los pies que han
pisado nuestra tierra para anunciar la Buena Noticia cuelgan entre el cielo y
la tierra. Los ojos llenos de amor que, con una mirada, han sanado a los
enfermos y perdonado nuestros pecados ahora sólo miran al cielo.
Señor
Jesús, tú has sido crucificado por nuestras culpas. Tú suplicas al Padre e
intercedes por la humanidad. Cada golpe del martillo resuena como un latido de
tu corazón inmolado.
Qué
hermosos en el monte Calvario los pies de quien anuncia la Buena Noticia de la
Salvación. Tu amor, Jesús, ha llenado el universo. Tus manos atravesadas son
nuestro refugio en la angustia. Nos acogen cada vez que el abismo del pecado
nos amenaza y encontramos en tus llagas la salud y el perdón.
Oh
Jesús, te pedimos por todos los jóvenes que están oprimidos por la
desesperación, por los jóvenes víctimas de la droga, las sectas y las
perversiones.
Líbralos
de su esclavitud. Que levanten los ojos y acojan el Amor. Que descubran la
felicidad en ti, y sálvalos tú, Salvador nuestro. Amén.
DUODÉCIMA
ESTACIÓN: Jesús muere en la cruz.
Lectura
del Evangelio según San Lucas 23,46: Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró.
Desde
lo alto de la cruz, un grito: grito de abandono en el momento de la muerte,
grito de confianza en medio del sufrimiento, grito del alumbramiento de una
vida nueva. Colgado del Árbol de la Vida, entregas el espíritu en manos del
Padre, haciendo brotar la vida en abundancia y modelando la nueva criatura.
También nosotros afrontamos hoy los desafíos de este mundo: sentimos que las
olas de las preocupaciones nos sumergen y hacen vacilar nuestra confianza.
Concédenos, Señor, la fuerza de saber en nuestro interior que ninguna muerte
nos vencerá, hasta que reposemos entre tus manos que nos han formado y nos
acompañan.
Y
que cada uno de nosotros pueda exclamar:
«Ayer, estaba crucificado con Cristo, hoy, soy glorificado con él. Ayer, estaba
muerto con él, hoy, estoy vivo con él. Ayer, fui sepultado con él, hoy, he
resucitado con él». (Gregorio Nacianceno).
En
las tinieblas de nuestras noches, nosotros te contemplamos. Enséñanos a
dirigirnos hacia el Altísimo, tu Padre celestial. Hoy oramos para que todos
aquellos que promueven el aborto tomen conciencia de que el amor sólo puede ser
fuente de vida. También por los defensores de la eutanasia y por aquellos que
promueven técnicas y procedimientos que ponen en peligro la vida humana. Abre
sus corazones, para que te conozcan en la verdad, para que se comprometan en la
edificación de la civilización de la vida y del amor. Amén.
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN: Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre.
Lectura
del Evangelio según San Juan 19,26-27ª: Jesús, al ver a su madre y junto a ella
al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Señor
Jesús, aquellos que te aman permanecen junto a ti y conservan la fe. Su fe no
decae en la hora de la agonía y de la muerte, cuando el mundo cree que el mal
triunfa y que la voz de la verdad y del amor, de la justicia y de la paz calla.
Oh
María, entre tus manos nosotros ponemos nuestra tierra. «Qué triste es ver a
esta tierra bendita sufrir en sus hijos, que se desgarran con saña y mueren»
(Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 8). Parece como si nada pudiera
suprimir el mal, el terrorismo, el homicidio y el odio. «Ante la cruz sobre la
que tu hijo extendió sus manos inmaculadas por nuestra salvación, oh Virgen,
nos postramos en este día: concédenos la paz» (Liturgia bizantina).
Oremos
por las víctimas de las guerras y la violencia que devastan en nuestro tiempo
varios países de Oriente Medio, así como otras partes del mundo. Oremos para
que los refugiados y los emigrantes forzosos puedan volver lo antes posible a
sus casas y sus tierras. Haz, Señor, que la sangre de las víctimas inocentes
sea semilla de un nuevo Oriente más fraterno, pacífico y justo, y que este
Oriente recupere el esplendor de su vocación de ser cuna de la civilización y
de los valores espirituales y humanos.
Estrella
de Oriente, indícanos la venida del Alba. Amén.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN: Jesús es colocado en el sepulcro.
Lectura
del Evangelio según San Juan 19,39-40: Llegó también Nicodemo, el que había ido
a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas,
según se acostumbra a enterrar entre los judíos.
Nicodemo
recibe el cuerpo de Cristo, se hace cargo de él y lo pone en el sepulcro, en un
jardín que recuerda el de la creación. Jesús se deja enterrar como se dejó
crucificar, con el mismo abandono, completamente «entregado» en las manos de
los hombres y «perfectamente unido» a ellos «hasta el sueño bajo la lápida de
la tumba» (S. Gregorio de Narek).
Aceptar
las dificultades, los sucesos dolorosos, la muerte, exige una esperanza firme,
una fe viva.
La
piedra puesta a la entrada de la tumba será removida y una nueva vida surgirá.
En
efecto, «por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo
mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4).
Hemos
recibido la libertad de los hijos de Dios para no volver a la esclavitud; se
nos ha dado la vida en abundancia, no podemos conformarnos ya con una vida
carente de belleza y significado.
Señor
Jesús, haz de nosotros hijos de la luz que no temen las tinieblas. Te pedimos
hoy por todos los que buscan el sentido de la vida y por los que han perdido la
esperanza, para que crean en tu victoria sobre el pecado y la muerte. Amén.
Fuente: http://www.vatican.va/news_services/liturgy/2013/documents/ns_lit_doc_20130329_via-crucis_sp.html